No creo en el paisaje

Así lo leo en el Libro del desasosiego (fragmento 340): “No creo en el paisaje”.
Fernando Pessoa no cree, como Henri-Frédéric Amiel, que “el paisaje es un estado del alma[i]. Probablemente estamos de acuerdo con él en que “es uno de esos buenos aciertos verbales de la más insoportable interioridad[ii]: suena algo pretenciosa, como interioridad hueca…o huera. Esta frase de filósofo es redonda, sonora y hermosa, como para ser un lema grabado en el plinto de piedra, soporte a su vez de una cabeza laureada…la de él mismo. Tanto para Pessoa como para Amiel, y desde posiciones diferentes, ese mundo extenso que es el paisaje parece ser sólo pretexto literario, unos elementos con los que se juega para componer una reflexión, en la que el objetivo siempre será uno y siempre él mismo: el autor. 

 
 

El interior de los días 02.96
Julián Valle 1996
óleo s. madera (roble)
16 x 30 x 2 cm
Colección privada



Pero el poeta, como el pintor, sólo debería dejarse traspasar por ese paisaje. Un paisaje que atraviesa y deja una impronta en nuestro ser, y que sólo deberíamos transcribir de la forma más fiel posible. Acaso pueda ser espejo de algo desconocido, como un brillo en el fondo de un lago turbio y profundo. Nuestra mirada lo sigue. Y nuestra alma, o nuestra conciencia, o nuestro pensamiento. No será estado del alma, señores Amiel y Pessoa, porque es el paisaje mismo: proyección en nuestro interior, como la imagen que se proyecta en la cámara oscura. En nuestra concavidad, luego hacedora de esas múltiples concavidades que pueden ser la interpretación del paisaje por medio del arte: la pintura de paisaje.

La pintura será para Ramón Gaya una cita entre lo desconocido y lo aparente: “existencia cóncava”[iii] nos dice. La pintura como concavidad serán para él presencia y ausencia. También lo son para nosotros. Sensación de esa existencia cóncava del paisaje que vibra en ese instrumento –cóncavo- que es la pintura de paisaje. Que la sensación nos devuelve.

El siguiente fragmento de Pessoa parece recordar aquello de “mi cuerpo (…) pertenece al tejido del mundo” de Maurice Merleau-Ponty. Tenemos las cosas en círculo, secreciones que forman hilos haciendo una trama concéntrica y una urdimbre en espiral. Y en el centro está la araña  de Pessoa.

Todo lo que nos rodea se convierte en parte de nosotros, se nos filtra por entre la sensación de la carne y de la vida, y, secreción viscosa de la gran Araña, nos liga sutilmente a lo que se halla cerca, enredándonos en un lecho suave de muerte lenta, donde nos balanceamos al viento. Todo es nosotros, y nosotros somos todo; ¿pero de qué sirve todo esto, si todo es nada?[iv]

Pero esa secreción viscosa que nos enreda, atrapa e inmoviliza, como una argamasa que pega nuestro cuerpo a todo aquello “que nos rodea”, ¿podría ser -para él- la literatura…el arte? que nos liga con ello. Para él, evidentemente, esa ligadura es como una trampa en la que se siente seguro y cómodo ya que no cree tener el valor necesario como para sumergirse en la extensión, extensión ignota, prefiere esas cuatro calles por donde apenas entra viento.
Ambos autores están en el tejido del mundo. Pero parece que Pessoa está en medio de ese tejido que le transmite sensaciones, experiencias, mientras Merleau-Ponty es parte del tejido. Donde él no conoce sus límites, ni conoce los límites de lo tejido. Esto me recuerda -me deslizaré por una rama- uno de los Cuentos del reino secreto de José María Merino: Valle del Silencio. El protagonista peregrina a cierto lugar buscando como saciar su sed de plenitud. Sólo lo consiguió al introducirse allí en un nicho, en una cueva. Sabe que si repite esta comunión morirá. Aun así escoge esta fusión material y espiritual con lo telúrico y lo cósmico del lugar. “Así, lentamente, mi tacto iba expan­diéndose por entre la propia sustancia de la roca.”[v]

Somos hiedra, piedra y viento. Ya hemos olvidado las calles, estamos más allá de sus límites. Y de nuestros límites. Nos balanceamos al viento, y somos el mismo viento. Lo existente es inabarcable, sólo la muerte parecía tener límites definidos…hasta donde alcanza la vista.



Sobre los estigmas 27.94
Julián Valle 1994
óleo s. tabla (álamo)
12 x 21 cm


La representación del paisaje, como la construcción del templo primigenio, o el primer refugio, convierten lo extenso en algo abarcable. Vence el miedo a no poder abarcarlo todo con la mirada, con el viaje, con la vida. Ordenar algo de alguna manera, encontrar correspondencias entre nuestro ser, o nuestro cuerpo como microcosmos con ese macrocosmos extenso e inabarcable de lo sublime. Ésta podría ser la función original de todo símbolismo.
Y sin embargo esta representación parece no agotar el misterio: es como un eco de la experiencia original en este espacio, extenso, en el que se desarrolla nuestra vida. Nuestra vida como caminos que vemos perderse en el horizonte.



[i] En otras traducciones de los textos del filósofo suizo “alma” es sustituida por “espíritu”. 
[ii] Pessoa, Fernando. Libro del desasosiego. Traducción de Perfecto E. Cuadrado. Barcelona:    Acantilado, 2002. (fragmento 340) p.354. 
[iii] Gaya, R. Obra completa, tomo I. Valencia: Pretextos. 1999. p.59. 
[iv] Pessoa, Fernando. Libro del desasosiego. Ibídem (fragmento 167) p.185. 
[v] Merino, José María, Cuentos del reino secreto (1982). Madrid: Alfaguara, 1994.






El interior de los días 31.94
Julián Valle 1994
óleo s. lino, madera (roble)
57 x 84 cm
Colección privada

2 comentarios:

Dario Villegas dijo...

Soy pintor de paisajes. Que bello panorama me abre su reflexión!!!!

limbo páramo dijo...

La belleza del misterio, del cuenco vacío dispuesto a ser llenado. Cuenco, cuencas de los ojos y de los ríos.