24.3.12

El paisaje nombrado de Montaigne

Château de Montaigne en Périgord



En la concepción heideggeriana de habitar, el lugar es donde hay una relación más estrecha entre el hombre y la tierra[1]: se funden mutuamente. El lugar participa de la identidad de quien lo habita, y estos dan identidad al lugar: esta relación permite el arraigo.[2] Esta relación cruzada que genera a la vez identidades en personas y lugares son las creadoras de los lugares antropológicos:

si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definiría un no lugar.[3]

Y hay dos modos de relacionarse con el entorno, uno el de la autenticidad[4] que correspondería al concepto de lugar, y otro inauténtico que correspondería a los no lugar. Este no lugar designa dos realidades: los espacios físicos  diseñados para unas funciones determinadas (estación de servicio, aeropuerto, centro comercial)  y la relación entre individuos y espacios. En esta relación hay una amplia zona gris que hace que el supuesto no lugar pueda ser lugar para ciertas personas: en un aeropuerto, por ejemplo, serían los que cotidianamente se relacionan con otros en esos espacios: personal de mantenimiento, empleados de las taquillas, personal de seguridad, etc. Queda claro que hay muchas zonas grises, que un no lugar existe igual que un lugar: no existe nunca bajo una forma pura.[5]

El lugar como lugar antropológico  tiene tres rasgos comunes: son identificatorios, son relacionales y son históricos, y cuando es lugar de nacimiento es constitutivo de la identidad individual[6]. Como en el caso de Montaigne donde quedan fundidos persona y lugar, al identificarse éste con el nombre del paisaje nombrado que lo vio nacer: Michel Eyquem eligió llamarse Michel de Montaigne, adoptando el topónimo de su castillo. Este humanista vivió, en el siglo XVI, en la Europa de la represión de la Reforma y de las devastadoras guerras de religión que desplazaron poblaciones, ejércitos y fronteras. Desde su torre[7], Montaigne nos habla –con la mirada puesta en Roma-  de los lugares en su ensayo Sobre la vanidad:

Por eso a mí, por mucho que viera la posición de sus calles y sus casas, y esas ruinas profundas hasta las Antípodas, no dejaría de interesarme. ¿Es algo natural o se debe a un error de la imaginación el que a la vista de los sitios que sabemos que fueron frecuentados y habitados por personas cuyo recuerdo honramos, nos conmueva bastante más que el relato de sus actos o la lectura de sus escritos?



Y a continuación cita al Cicerón  de De finibus:

¡Qué grande es el poder evocador de los lugares! Y esta ciudad lo posee en un grado infinito: vayamos a donde vayamos, en efecto, ponemos los pies en la historia.[8]



Habla Montaigne del poder evocador de los lugares que parece emanar de los mismos, a través de los estratos históricos formados por las personas que lo habitaron, y que parecen dar cuerpo al lugar. Lo histórico, este es uno de los rasgos comunes de los lugares antropológicos de los que nos habla Augé[9], junto a lo identificatorio como generador de identidades, y lo relacional que es lo que da cuerpo a un lugar: otorga sentido y significado a los elementos que lo forman y al propio lugar.

Los cambios en el lugar antropológico comienzan, en occidente, en la modernidad. Estos toman impulso entre los siglos XVIII y XIX- hasta llegar a una actualidad cargada de -lo que llamó Augé- la sobremodernidad: una relación (inauténtica, decíamos antes) nueva con los espacios que nos rodean resultado de la aceleración de la modernidad. Una aceleración de la que el propio Augé es testigo en la Francia de la primera mitad del s. XX[10], y que en España se produce, posteriormente, en la segunda mitad de siglo, coincidiendo con el desarrollismo.  En aquellos años 60 fuimos testigos del crepúsculo de un mundo tradicional –como cultura viva- que se había mantenido casi inalterado desde la edad media en los espacios rurales de España: con unas vidas hasta entonces pendientes -y dependientes- de los trabajos y los días.[11]


[1] En el sentido metafórico y mitológico de madre tierra.
[2] Heidegger hace apología del arraigo (Bodenständigkeit) que no es la –del lado oscuro- del yo colectivo del nosotros excluyente: una lectura precipitada alimentada por los coqueteos de este filósofo con el nacionalsocialismo. Heidegger concibe el arraigo a partir de la experiencia del desarraigo, del distanciamiento del propio lugar –geográfico-de origen. Su aprecio por la poesía de Hölderlin, el encuentro consigo mismo a través de la experiencia de lo otro así lo demuestran.
[3] Marc Augé. Los no lugar. Espacios del anonimato. Barcelona: Editorial Gedisa, 2000, p. 83.
[4] El habitar auténtico, el Geviert de Heidegger, una búsqueda nunca satisfecha y que la arquitectura puede proporcionar creando un lugar donde protegerse.
[5] Ibidem, p.84.  
[6] Ibidem, p.58. 
[7] El castillo de Montaigne http://www.chateau-montaigne.com  tendrá su indicador correspondiente en la A-89 entre Bordeaux y Perigueux. Y así existir, mediante un nombre y un dibujo esquemático, sólo por lo que evoca: el lugar se convierte en texto:..por necesidad funcional, evita todos los lugares importantes a los que nos aproxima; pero los comenta. Ibidem, p.101. 
[8] De Montaigne, Michel. Sobre la vanidad y otros ensayos. Madrid: Valdemar, 2000. Pag.114.
[9] Augé, Marc. Los no lugar. Espacios del anonimato, o. cit., p.58.
[10]de aquellos que han vivido en la década de 1940 y han podido asistir en su pueblo [...] a la Fiesta de Dios  [...] de tal o cual santo patrón  [...] Se celebra todavía la fiesta de tanto en tanto, para hacer como antes”
Augé, Marc. Los no lugar. Espacios del anonimato. Barcelona: Editorial Gedisa, 2000. Pag.60.
[11] Estos habitantes del lugar antropológico no hacían historia vivían en ella, en una historia cíclica a la que se incorporaban nuevos personajes mientras otros se diluían: resulta más probable que el deseo que experimenta el hombre de las sociedades tradicionales de rechazar la “historia” y de unirse a una imitación indefinida de los arquetipos, delata su sed de realidad y su terror a “perderse” si se dejan invadir por la insignificancia de la existencia profana. Mircea Eliade. El mito del eterno retorno. Barcelona: Alianza Editorial, 1989. Pag. 88.

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