un torrente
ahora senda
que discurre
por el fondo del barranco
bajo su grava se oculta un río.
(Julián Valle, La piel como un río, VII)
Pareciera que al artista no le importara nuestro tiempo, ese que medimos, parte abrumados, parte abatidos, el resto de los humanos o que, más bien, nos mide a nosotros mismos, a nuestro pesar, sin que nada podamos hacer por aquietarlo, títeres en sus manos incesantes.
Pareciera que el artista, de espíritu sosegado, de hablar preciso y pausado, solitario se hermanara con su entorno próximo, el paisaje del páramo, los barrancos, los cerros y los ríos. Y aquellas casas de adobe y ladrillo abatidas por el inexorable movimiento.
Pareciera que de su piel hiciera la suya propia. Piel frágil, delicado tegumento, hálito del tiempo. Como si quisiera prenderlo y fijarlo él solo, sin invitarnos a su íntima fiesta de mutua comunión, entregándonos la ofrenda única del espejo recordatorio, luz sin reflejo.
Pareciera que el color y la luz hubiesen perdido la vida que nosotros identificamos real al convertirse en piel de su piel, sin sombras, leve caricia del viento o sola palabra susurrada, huella, trazo y estampa.
Pareciera, Julián Valle, solitario amigo de tu memoria, solitario mensajero de tu mirada, que nos muestras un paraíso perdido y una paz por ti recobrada.
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