El primer callar es de las cosas
a nosotros; el segundo, de un sosiego quietísimo en que nosotros callamos a
nosotros mismos…
De tres maneras de silencio. Francisco de Osuna[1]
Parece que la relación que tenemos con las cosas nos debería ofrecer -no tanto determinar- un camino adecuado hacia el objeto artístico. Como si la transformación, en el caso de la materia, respondiese a una vibración propia de la misma, un encuentro, una sintonía con su origen.
Pensamos en esa relación, bella y apropiada, entre estos materiales y el buen hacer que acompañaría su transformación para llegar finalmente a la caricia del objeto resultante. Como la del árbol, la madera, el carpintero que hace la peonza, y el niño que juega con ella. Y que en ese girar hipnótico finalmente se manifieste su acogedor misterio, y en la caricia del objeto (mano y mirada) se manifieste su “materia profunda”.[2]
Puedo recordar aquella fascinación
por ese objeto que después de girar y girar buscaba otro reposo, perdido ya su
equilibrio, pero conservando su potencial, su energía acumulada. Será que los
niños, como las vacas o los caracoles, pueden aún disfrutar de ese privilegio que
los conecta con los anillos de la madera, los estratos geológicos o las
supernovas.
En el arte de la pintura sabemos
de una imagen o idea que permanece en reposo, en la neblina del pensamiento,
como a la espera de un soplo de viento que produzca un cambio de estado, como
esperan las semillas del diente de león.
Asistimos a algo en su
etapa inicial, oculto y latente en nosotros antes de ofrecerse para ser
contemplado. Reposa como si fuera un objeto que aún no ha sido nombrado por
primera vez. Y sale de su estado de crisálida de lo no nombrado cuando era una presencia
silenciosa.
Y en el caso de la
pintura, ahí estamos nosotros, presentes ante la transformación de lo que será
diferente pero que, quisiéramos, mantuviese presente su esencia, su ser
original, su misterio.
Este parece ser el del
silencio de las cosas: ¿lo pintado podría volver ahí? como velo pintado, como
iconostasis, como limen que no puede ser, físicamente, rebasado.
Nos dice Ramón Andrés que
“el verdadero silencio no está necesariamente en la lejanía ni en la neblina de
una vaguada ni en una cámara anecoica”. Probablemente esté “en la intuición de
un más allá del lenguaje”. Es un silencio que no pretende un fin, “la parte
detenida de lo que no cesa”, “un abandono del deseo, el cauce del desapego”[3].
El arte puede ofrecer un silencio sin un fin, pero precisa de un
estado apropiado de ofrecimiento para la contemplación. Como receptáculos donde
depositar nuestra mirada. Como ese hueco
que nos parece natural, pero que fue cazoleta labrada por alguien en la
superficie de una piedra. Y que ahora, y para siempre, ya no está a la espera
de nada, simplemente recibe la lluvia en la tormenta. Antes fue un relámpago,
un trueno y luego un silencio. Nada de esto permanece.
Como el silencio en la ceniza, antes lumbre, antes rama.
En Los montes antiguos, Enrique
Andrés Ruiz habla del siempre acogedor “silencio de la ceniza, que es tan
distinto del de la nieve”. Que es “el silencio del final y el silencio del
principio”[4]. Así la noche
sucede al día, “como un abrir y cerrar de los mismos ojos”.
[1] Ramón Andrés, No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio, Acantilado, Barcelona, 2022, p.123.
[2] Michel Tournier, recuerda a su profesor Gastón Bachelard, en su cátedra de filosofía de la Sorbona blandiendo dos peonzas de madera que el niño toca, e incluso chupa, tanto como mira: “el grano, las líneas y los nudos contenían una lógica e incluso una moral muy provechosas para el niño, nos decía”. Tournier nos recuerda que sólo la madera se puede tocar. Y preguntándose qué es una caricia, se contesta: “es un roce que toma posesión de la materia profunda”. En Michel Tournier, Celebraciones, Acantilado, Barcelona, 2002, pag.17.
[3] Ramón Andrés, opus cit., pp. 13 y 14.
[4]
Enrique
Andrés Ruiz, Los montes antiguos, Periférica, Cáceres, 2021, p. 288.
Cuevas
de Provanco, Segovia, 12 de julio de 2024.
Dibujando en un cuaderno al pie de las cuevas, junto a un manantial que alimenta el pequeño bosquecillo de higueras y álamos que desciende hasta el valle.
El agua mana del interior de la roca y la disuelve. Las filtraciones y la erosión crearon unos espacios interiores y unos abrigos que después fueron adaptados como habitaciones y como aprisco para el ganado.
Dibujo en un cuaderno con el agua, las acuarelas, y con el mismo cieno de la fuente.
Atardece y un rayo de luz ilumina el fondo. Ahora veo a través del agua.